Ateneo de Córdoba. Calle Rodríguez Sánchez, número 7 (Hermandades del Trabajo).

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Agustín Gómez y la crítica flamenca

De Ateneo de Córdoba
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Alguien ha dicho que el tiempo no respeta lo que se ha hecho sin él. Desde un principio Agustín Gómez repara que no se trata solamente de hurgarlo todo en los ya poblados anaqueles de los estudios, ensayos y libros sobre el flamenco, sino de recoger el material viviente en las andanzas por las tierras de Andalucía –hasta más allá- y vivir junto a su gente, participar de sus penas y sus fiestas (cosmovisión y estética) y recoger en calles, tascas, festivales, concursos, peñas y barrios al estilo inequívoco de cada lugar y cada personaje. Sólo así se gana autoridad en la compleja labor de asegurar un fundamento para pensar lo flamenco.

Hoy, que son objeto de tantas investigaciones los distintos aspectos y cuestiones del cante, son de particular importancia las noticias día a día. Todo lo aparentemente transitorio, todo lo condicionado por el tiempo decae y por su abandono pierde la substancia que ocasionalmente las cosas han tenido en su fugacidad. Agustín Gómez sale en auxilio de este naufragio cotidiano (ser aficionado de verdad ¿no es acaso tener memoria de unas cuantas noches señaladas por el milagro y la casualidad?).

Describe menudamente el tráfago flamenco que se ha echado voluntariamente encima. En sus pormenores no cabe más penetración ni más naturalidad al mismo tiempo. Está polidirigido para rescatar con su pluma la irrepetibilidad de hechos en apariencia trivialísimos, no revelatorios, pero que encubiertamente representan a lo vivo la marcha y contramarcha del cante actual. Su sagacidad lo habilita para extraer de la correntada musical de concursos, peñas y festivales, apuntes y noticias que sobrequedan por su valor de moraleja, advertencia, síntoma.

No cabe duda que, dicho sin hipérboles, Agustín Gómez ha echado raíces como historiador sobresaliente, contrayéndose a lo suyo con fervor paulino. Se enriquece y participa en mil maneras diferentes de ser. A cada avatar le otorga la significación propia e independiente que le corresponde. A primera vista, vive sobrepasadamente al día (¡no quiero pensar en sus noches, jornadas surrealistas de papeles y notas al paso!), pero su programa no es fragmentario, se reordena y retorna al núcleo más íntimo y entrañable de su afición. Su dinamismo, en suma, no se opone a la reposada recepción del dato. Se apresura despacio. No ha distancias entre su saber natural y su saber crítico. No se empacha de esa gran pedantería que es la objetividad flamenca. Esa objetividad –lo he dicho en otra parte- es generalmente postergada por la crítica neutral, remitiéndose a la perspectiva histórica. No es de creer en materia flamenca –acaso en otras- en esa serenada espera de la perspectiva. Perspectiva puede existir frente a la realidad que se vive y se convive. Luego, no hay más que esforzada memoria, arqueos, dudas y quien sabe si un insano enfriamiento enjuiciativo. Las meneadas perspectivas, cuando dan en aparecer, acaban por nutrirse ferozmente de los testimonios coetáneos al genio, artista o problema en cuestión ¿Para qué esperar ensayando una peligrosa lejanía óptica? Son preferibles las estimaciones en caliente, las estimaciones donde la parcialidad es auténtica reacción, sinceridad exagerada, verdad colorida. La postcrítica de la crítica no es más que una higiene de adjetivos pero rara vez un reemplazo fundamental de sustantivos.

Los aficionados al flamenco (cante, baile y toque) rebasan ya con mucho los círculos reducidísimos y fácilmente identificables de quince o veinte años atrás; abundan, están en todas partes y aún donde menos se los pudiera sospechar. Esta masa de atención y curiosidad exige una prensa condigna, equilibrada, orientadora. Agustín Gómez –entre pocos- asume esta misión con sus brillantes dones de observación, reflejados, a su vez, bajo concisas fórmulas expresivas. Pero lo que es más importante no perdona, es conceptualmente insobornable: caiga quien caiga, separa el trigo de la granza.

Su estilo –prosa coloquial de extrema sencillez, tocada de cáustica locuacidad- se adapta a las conminatorias exigencias de tiempo y geografía. Las suyas son informaciones y reflexiones variadísimas a las que recurrirá la historiografía flamenca de un futuro no muy lejano. Rara vez pierde su aire jovial y fresco, a no ser, a no ser ante el disparate o la mentira estética. Sin requilorios va a lo suyo y le sobra independencia para despacharse cuando corresponde, incluso contra cantaores epifanizados. Se sale de la vaina en aras de probar lo que entiende es rectamente libertad y capacidad de renovación del cante, sin pérdida de raíz y solar.

Vigía de una procelosa realidad flamenca, mi montillano amigo cultiva la crítica radial, revisteril, periodística. Prodiga conferencias. No teme ser jurado. Es autor de un libro clave: El neoclasicismo flamenco; el mairenismo; el caracolismo (Córdoba, Ediciones Demófilo, 1978). Renuncia a tomar partido por una causa simplemente por oposición a otra. Su pensamiento, libre de compromisos y obligaciones, registra, juzga y hasta practica una rara prolijidad casuística, pero jamás se desprende del tronco, del tema central: la riqueza, supervivencia y renovación posible del cante genuino.

Defiende el cante, a verdad y a honradez, y consecuentemente me imagino el alto precio de enojosos contratiempos, presiones y vanidades que ha de padecer a la largo de su andariega campaña pública (oral y escrita), recargando las tareas de su ángel de la guarda. Conozco el paño. Quiero decir cómo a tanta distancia como nos separa, lo veo nítidamente: misionero vivaz que predica y atestigua, y también crea, regaña, ensaya, corrige y remueve en el seno del área más rebelde conocida Despeñaperros abajo. Yo, en menor medida, también padecí el tiovivo de las argucias, las intrigas, las prepotencias, las debilidades en definitiva de los flamencos en candelero o en la sombra, de esos “crápulas geniales” como Aurelio con acidez que nunca pude compartir me advertía en tono de paternal amistad.

De hecho, Agustín Gómez tomó la posta periodística abandonada por la desdichada y prematura muerte de Ricardo Molina (maestro del ensayo periodístico flamenco y extraflamenco). Pero a diferencia del ilustre pontanense –no establezco comparaciones fuera de lugar-, Gómez se desprende de fórmulas perennizadas, abre todas las ventanas y se aplica a descubrir el íntimo sentido de cada mónada flamenca. No enchiquera corrientes determinadas, intérpretes intocables, estilos madres. Menos que menos se espanta de la audacia razonable llega a propiciarla ni se cierra a purismos de casta y esquema. Vital por los cuatro costados, nadie le busque como guía de mausoleos. Es ley abierta de su concepción del flamenco declarar sin ambagues (página 189): “El flamenco es un solitario que ansía comunicación, y le basta, o se puede satisfacer, si uno, tan sólo uno, le entiende; le siente”, (página 56): “La pureza no consiste en imitar el pasado, o trasladar el pasado al presente, sino continuarlo. Pureza puede ser fidelidad a las raíces de donde procedemos, pero en ningún caso hasta el extremo de exigirnos la anulación de nuestra personalidad, porque pureza es también fidelidad a nuestro tiempo y a nosotros mismos”; (página 156): “Todo el que mira el pasado con nostalgia es que no tiene futuro, y en la mayoría de los casos, ni presente”.

Agustín Gómez ha hallado el equilibrio portátil que le permite, sin pérdida de pasión, juzgar copiosas jornadas de flamenco. Percibe las fallas que pueden herir de caducidad el cante presente (de arrastre, el futuro). De sobra conoce que dar gato por liebre, tentación usual, sería rendirle un pésimo servicio a los aficionados. Sabe tomar posición valientemente. Pero se engañaría mucho quien pensase que es exclusivamente hombre de primer pronto, vulnerable a la avalancha de tanto acontecer . Se le advierte porosidad, que es cosa harto distinta. De lo torrencial succiona lo que puede resistir reexamen y arroja por la borda todo lo que es caducible. (Claro está que no podemos aceptar como artículo de fe todos los papeles de su firma, porque no es fácil tomar distancia ante el convincente peso de sus reflexiones; correríamos el tentador riesgo –disfavor anejo- de erigirlo en oráculo infalible). En resumen, y sin contradicción, su ironía intenta ser apacible, pero si el acontecimiento lo merece hay que temer sus gritos en el cielo. Así, al paso, escojo dos veredictos suyos que meten miedo (y me eximen de desarrollos personales): (página 120): “La guitarra moderna está sobrada de técnica, de estudio, de mecanización y falta, muy falta de imaginación. Falta la inspiración. Los guitarristas actuales se copian unos a otros, pero quieren al mismo tiempo que no se les note; enmascaran la copia rizando el rizo y jugando a resconder con los pasajes de unos y otros”; (página 118): “Y a no dudarlo, el baile de hoy, está sobrado de mecanización y absolutamente falto de fantasía”.

Volvamos al punto de partida: es incalculable la cantidad de cosas que se dan de lado. Pero aun dando de barato que sean cosas de poca entidad, el esfuerzo cronístico de registrarlas permitirá seguramente una rehabilitación valorada de ese material por estudiosos y lectores futuros, a quienes de lo contrario podríamos aislar de una materia prima irrecobrable. La labor de Agustín Gómez no es un simple Dédalo de citas, recuerdos, anécdotas. Muy lejos de predicar lindezas aldeanas, el suyo es un alto y raro ejemplo de vocación historiográfica, tocando a manos llenas -¿puro ovillo de nervios pese a ser cordobés?- una realidad incesante pero verificable. Nuestro montillano es decididamente cairológico, posee la sabiduría de la oportunidad, del momento. En sus relatos se dicen y se subdicen más cosas de lo que a primera lectura puede suponerse.

En otra época, hubiésemos coronado los méritos de Agustín Gómez con la hoy diabolizada palabra de flamencólogo, esa béte Notre de moda, que la mayoría elude. La palabra nació de mi caletre a cuenta de purgatorio y su exclusivo e inocente sentido metafórico de origen ha originado una turbamulta de malentendidos en la que por ahora ni entro ni salgo. Ya habrá ocasión. Mientras tanto, no nos hemos de querellar por tan poco. (Página 176): “es lo que hace que muchos sientan vergüenza de ser llamados flamencólogos… independientemente de lo gruesa, pretenciosa, remilgada, empavonada y farolera que pueda resultar la palabreja”).

Con ser la suya tarea urgente y necesaria, lo es mucho más el libro totalizante que nos adeuda Agustín Gómez. Aguardamos su visión de conjunto, la síntesis de su brillante despilfarro. Una mayor lontananza le permitirá trazar el mapa de estos últimos veinte años de cante, toque y baile. Le deseo lo mejor y suyo.
Anselmo González Climent
Texto incluido en el libro Homenaje a Agustín Gómez. Ateneo de Córdoba, 1991