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Lunes 11 de Mayo. Conferencia de MANUEL VACAS." LA GUERRA CIVIL EN EL NORTE DE LA PROVINCIA DE CÓRDOBA.LAS BATALLAS DE POZOBLANCO Y PEÑARROYA- VALSEQUILLO". (Presenta Antonio BARRAGÁN).Todos los actos en la Sede del Ateneo.

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El lenguaje ancestral del flamenco

De Ateneo de Córdoba
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Manuel Gahete Jurado 14-10--2010 Foto Miguel Collado (04).jpg
Ricardo Molina supo describir con la perfección de un erudito y la emoción de un enamorado las alas que sostienen en el vuelo la gravedad del cante flamenco. Como ocurre en la lírica, su comprensión no alcanza a la mayoría de los oyentes. En todos prende un fuego especial del que es muy difícil desligarse, pero son muy pocos los que realmente entienden ese misterio inefable que arranca al corazón acentos estremecedores. Aunque nos atemoriza el sino fatídico de la tragedia, los seres humanos compartimos la curiosidad común, que es casi tan poderosa como el ansia de la felicidad, de contemplar y hasta sentir el doloroso punzón de la soledad y la agonía, el inmaterial y perturbador aliento de lo mágico, de lo que no podemos ni aprehender ni interpretar. El poeta cordobés lo expresaba con claridad de arúspice: “¿Qué son las tonás sino fragmentaria confusión épica de la historia lamentable del pueblo gitano y crónica angustiosa de las calamidades que afligieron en otro tiempo su existencia cotidiana? ¿Qué es la seguiriya y qué la solea sino la efusión lírica e individualista del gitano, primitivo todavía en el siglo XIX? ¿Qué es la alboreá, con su tono sacral, sino una probable reliquia de viejos cantos religiosos?”

Hablamos en definitiva de expresiones que afectan a todo ser humano, aunque prejuicios de clase hayan menospreciado y hasta reprimido tan honda manifestación que a todos pertenece, porque nadie está exento de este sentir doliente de la existencia. La histórica y frívola adjudicación de esta manifestación artística a gentes de mal vivir, marginales y de dudosos principios, no tiene ya razón de ser, aunque queden todavía residuos oxidados y voces renuentes. Una nueva realidad nos muestra el efectivo eco de lo que en otro tiempo lejano sufrió el desdén y hasta la reprobación de los propios andaluces. Como suele ocurrir cuando se anteponen las ideas a los derechos, la declaración desarraigada de sentimientos y reivindicaciones resignadas crea confusión y hasta temor en el seno de las sociedades, no siendo más que demostración de situaciones tan inhumanas como el amor, la madre, la miseria, la desesperación, la injusticia, el dolor, el hambre, el fatalismo y la muerte. Pero es bien cierto que muy pocas expresiones quedan reveladas con tan elemental belleza. Su autenticidad se advierte en el desarraigo de toda pretensión combativa. No hay coraje revolucionario ni brote de rebelde fiereza en el cante flamenco, sólo el acento grave de una insondable nostalgia, de una melancolía inescrutable.

Díaz del Moral confirma esta evidencia: “En vano se busca en el folklore andaluz un grito de indignación, una protesta airada contra las iniquidades sociales”. Y no es por incapacidad o ignorancia. La luz de la inteligencia refulge sin paliativos en el cante flamenco, su virtualidad es tan poderosa como su fecundidad, y si calla ante lo injusto no es porque carezca de discernimiento y orgullo, no es más que nobleza y coherencia con el fin que persigue: el anuncio de la fraternidad.

Y por esto no hay diferenciación de razas ni de sensibilidades. El significado, si es que hay que buscar significados, es espontáneamente perceptible por todos y cada uno de los hombres. Vicente Amigo experimentaba hace poco la seducción que su guitarra ejercía en el ánimo de los orientales. Cualquier paladar humano es proclive a este deleite: hindúes, americanos, albaneses y etíopes se sentirán biológicamente atraídos por este impulso del alma, porque ninguno de ellos está ajeno al gozo de vivir, a la fascinación del placer, a la expectación amarga de la muerte.

Esta aceptación de la fatalidad imprime en el cante toda la voluptuosidad de la tristeza. Bajo el leve velo de la mansedumbre, late sin freno el ardor indomable de un espíritu rebelde.

Porque no hay mayor rebeldía que la que experimenta un yo insatisfecho, sea por el rebenque de la frustración, la atonía de la desesperanza o la comezón de una avidez descomedida. El yo de la lírica participa también de este complejo sentir que con tanta intensidad percibió el poeta romántico, y como él el cantaor flamenco se libera de la enunciación épica, del apóstrofe lírico y penetra sin ambages en la pura emoción, en la expresión del estado de ánimo, dem la interioridad anímica, en la autoexpresión.

Ser un degustador de la lírica clásica, de la poesía culta, de la ciencia sagrada del lenguaje y todos sus misterios no me ha impedido saber que toda creación parte de la vivencia cotidiana, de la confrontación espontánea de lo subjetivo y lo objetivo, de la moción natural y directa que arranca en el alma un chispazo eléctrico. Sobre esta piedra angular puede cimentarse un palacio, pero sin ella ninguna construcción está segura, por muy bellas que sean sus columnas y cúpulas.

Se ha hablado mucho de la existencia de una lírica andaluza autóctona por el hecho de haber sido escrita por andaluces. Esta teoría que han defendido todas las regiones no pasa de ser una aporía inútil porque lo que ciertamente justifica la identidad de la literatura es el lenguaje y de igual manera sirve el castellano a un aragonés que a un extremeño. Distinta consideración recibirá la literatura escrita en catalán o en gallego o en vasco. El lenguaje sí impone sus indefectibles barreras. Tendremos que hablar cauces diferentes porque diferente es el agua que corre en su lecho. En cuanto al andaluz, habría que establecer un orden aparte. Sus peculiaridades no nos permitirían definirlo como un lenguaje diferente, ni lo pretendemos; lo que no significa que hayamos de callar la originalidad de muchas de sus transformaciones. Estas diferencias se agigantan en el lenguaje hablado y adquieren personalidad propia en el cante flamenco, donde las sorpresivas glosolalias y la peculiar entonación de las melismas a la medida del ritmo provocan diferencias tan notables que permitirían considerar la virtualidad de un lenguaje autóctono.

Nadie debe dudar que se trata de un lenguaje creado por el pueblo como autor múltiple y en su creación interviene todo el bagaje de sabiduría de la cultura tradicional colectada por siglos y siglos de evolución y enriquecimiento. Estas canciones se llaman populares porque están hechas por el pueblo y su fuerza radica en la asunción del pueblo como autor original, transmisor y heredero de sus vernáculas creaciones. No serán más valiosas ni tendrán mayor vigencia si estas manifestaciones son acogidas e institucionalizadas. Nacen en el seno del pueblo y ésta es su mayor garantía de vitalidad y de supervivencia. Los afeites oficialistas que se han querido imponer a una manifestación en estado puro no han hecho más que pervertir y macular la belleza y la verdad de sus orígenes.

Lo proclamaba con pasión incontenta el flamencólogo Agustín Gómez, probablemente el hombre que mejor conozca las incógnitas y los entresijos del arte flamenco. Sus palabras dejan un sabor acídulo, como el de un limón en los labios: “La creatividad, la búsqueda, el intento o ensayo, la apertura a nuevas formas y expresiones siempre es el mayor aliciente de todo arte, pero en el flamenco está resultando un tanto obsesivo”. en este desenfrenado acceso por dar a la caza alcance quizás hayamos perdido el rumbo de lo primigenio, de lo esencial, de lo invisible a los ojos. Lo cierto es que son muchas voces las que proclaman el regreso a lo genuino. “No temamos por el flamenco“, nos advierte Agustín, porque su fuerza radica en la emoción, la fecundidad y la creatividad del pueblo y estas fuentes de riqueza y savia son inagotables, como lo es el agua -la materia- que alimenta los ríos del corazón donde se forja.

Y porque es el corazón el que inspira esta pasión y ternura infinitas, su oleaje alcanza el chasquido fresco de la copla: “Yo me enamoré de noche/ Y la luna me engañó/ Otra vez que me enamore/ Será de día y con sol”, y la profundidad lancinante de la poesía: “Muerto se quedó en la calle/ con un puñal en el pecho/ y no lo conocía nadie”. Pero sobre todo se manifiesta en ese éxtasis de inexplicable armonía que fundiendo en un instante lo profano y lo sacro, lo exotérico y lo misterioso transforma la voz amarga en la sublimada dolencia de una canción popular: “Dale limosna, mujer,/ que no hay en la vida nada/ como la pena de ser/ ciego en Granada”, o en la estremecedora agonía de aquella excepcional cantaora del café teatro del Recreo en la calle del Arco Real, donde tuvo su domicilio social el Centro Filarmónico fundado por Eduardo Lucena, a quien Ricardo de Montis recuerda ciega y cantando: “¡Qué triste la suerte mía!/ Mi canto a nadie conmueve./ Yo soy como el ave fría/ que canta sobre la nieve/ al amanecer el día”. Vida y canto. Fraternidad ardida que restalla en los hombres y mujeres que mantienen eternamente viva la llama del flamenco.
Manuel Gahete
ABC Córdoba, 28 de abril de 2001